domingo, 18 de septiembre de 2011

EL CURSO A SEGUIR -prometeo-bordiga-1946-0700

EL CURSO A SEGUIR
Este texto, por motivos evidentes, no contiene la demostración de cuanto afirma. Tiene la tarea de establecer con la mayor claridad el enfoque de la publicación. Es solamente una enunciación de modo que queden fijadas las bases principales con el fin de evitar confusión y equívocos, ya sean involuntarios u organizados.
Antes de convencer al que escucha, se trata de hacerle comprender bien la posición del que expone. La persuasión, la propaganda y el proselitismo, vienen después.
Según el método seguido aquí, las opiniones no se establecen por obra de profetas, de apóstoles, de pensadores en cuyas cabezas nacen las nuevas verdades para ganar multitudes de seguidores.
El procedimiento es totalmente distinto. Es el trabajo impersonal de una vanguardia de los grupos sociales que clarifica y hace evidentes las posiciones teóricas hacia las que son llevados los individuos — mucho antes de tener conciencia de ello — por las condiciones comunes reales en que viven. El método es pues, antiescolástico, anticultural y antiiluminista.
En la fase presente de extravío teórico, reflejo de la desorganización práctica, si la puesta a punto de este planteamiento produce como primer resultado el alejamiento en vez del acercamiento de adherentes, no es ni para asombrarse, ni para lamentarse.
Todo movimiento político en la presentación de sus tesis, se reivindica a precedentes históricos y en cierto sentido a tradiciones recientes o remotas, nacionales o internacionales.
También el movimiento del que esta revista es órgano teórico se reivindica a orígenes bien determinados. Pero a diferencia de otras no parte de un verbo revelado que se atribuya a fuentes sobrehumanas, no reconoce la autoridad de textos escritos inmutables y ni siquiera admite canones jurídicos, filosóficos o morales a los que acudir en el estudio de cualquier cuestión, que de cualquier manera se pretendan ínsitos o inmanentes en el modo de pensar y sentir de todos los hombres.
Para denominar esta orientación son aceptables los términos de marxismo, socialismo, comunismo, movimiento político de la clase proletaria. Lo malo es que de todos los términos se ha hecho repetidamente un empleo abusivo. Lenin consideró en 1917 una necesidad fundamental el cambio de nombre del partido, volviendo al de comunista del Manifiesto de 1848. Hoy, el inmenso abuso hecho del nombre comunista por partidos que están fuera de toda línea revolucionaria y clasista crea aún mayor confusión; movimientos exquisitamente conservadores de las instituciones burguesas osan llamarse partidos del proletariado; el término marxista se ha empleado para definir a los más absurdos aglomerados de partidos como los del antifranquismo español.
La línea histórica que aquí reivindicamos es la siguiente: el Manifiesto de los Comunistas de 1848 (titulado también exactamente Manifiesto del Partido Comunista, sin añadido de nombre de nación); los textos fundamentales de Marx y Engels; la clásica restauración del marxismo revolucionario contra todos los revisionistas oportunistas que acompañó a la victoria revolucionaria en Rusia, y los textos fundamentales de Lenin; las declaraciones constitutivas de la Internacional de Moscú en el I y II Congresos; las posiciones defendidas por la Izquierda Italiana en los congresos sucesivos de 1922 en adelante.
Limitadamente en Italia, la línea histórica se liga a la corriente de izquierda del Partido Socialista durante la guerra de 1914-18, a la constitución del Partido Comunista de Italia en Livorno en enero de 1921, a su Congreso de Roma en 1922, a las manifestaciones de su corriente de izquierda prevaleciente hasta el Congreso de Lyon en 1926 y sucesivamente fuera del partido y del Komintern y en el extranjero.
Esta línea no coincide con la del movimiento trotskista de la IV Internacional. Tardíamente Trotsky y aún más tardíamente Zinoviev, Kamenev, Bujarin y los otros grupos rusos de la tradición bolchevique, reaccionaron a la táctica errónea que habían sostenido hasta 1924 y reconocieron que la desviación se agravaba hasta invertir los principios políticos fundamentales del movimiento. Los trotskistas de hoy se reivindican a la restauración de aquellos principios pero no han abandonado los elementos disolventes de la táctica "maniobrista" falsamente definida como bolchevique y leninista.
La base de toda investigación debe ser la consideración de todo el proceso histórico que hasta aquí se ha desarrollado y el examen objetivo de los fenómenos sociales presentes.
El método ha sido enunciado otras veces, pero muy a menudo se desfigura en el curso de su aplicación. El fundamento de la indagación se realiza en el examen de los medios materiales con los que los grupos humanos se proveen para la satisfacción de sus necesidades, es decir, la técnica productiva y más tarde, con el desarrollo de ésta, las relaciones de naturaleza económica.
Estos factores determinan en las distintas épocas la superestructura de las instituciones jurídicas, políticas, militares, y los caracteres de las ideologías dominantes.
Este método ha sido definido con las expresiones de materialismo histórico, materialismo dialéctico, determinismo económico, socialismo científico y comunismo crítico.
Lo importante realmente es utilizar siempre resultados positivos reales, y no postular la intervención, para representar y explicar los hechos humanos, ni de mitos o divinidades, ni de principios tales como un «derecho» y una «ética» naturales, como pueden ser la Justicia, la Igualdad, la Libertad, la Fraternidad, y similares abstracciones vacías. Más importante aún es no postular estos y otros preconceptos ilusorios similares, sin percatarse o sin reconocerlo, y por efecto de las influencias irresistibles de la ideología dominante, y no dejarlas volver a florecer precisamente cuando se trata de los momentos claves y de las conclusiones decisivas.
El método dialéctico es el único que supera la actual contradicción entre la rigurosa continuidad y coherencia teórica, y la capacidad para volver a afrontar críticamente cualquier vieja conclusión consolidada en términos y canones formales.
Su aceptación no tiene el carácter de una fe ni de una posición pasional de escuela o de partido.
Las fuerzas productivas, que consisten principalmente en los hombres empleados en la producción y en sus agrupamientos, junto con los utensilios y medios mecánicos que están en condiciones de utilizar, actúan en el cuadro de los modos de producción.
Por tales modos se entienden las ordenanzas, las relaciones de dependencia en las que se desenvuelve la actividad productora y social. En tales modos están comprendidos todos los sistemas constituidos por jerarquías (familiares, militares, teocráticas, políticas), el Estado y todos sus organismos, el derecho y los tribunales que lo aplican, las reglas y todas las ordenanzas de naturaleza económica y jurídica que oponen resistencia a ser trasgredidas.
Un tipo de sociedad vive mientras las fuerzas productivas permanecen por la fuerza en los encuadramientos de los modos de producción. En determinados momentos de la historia este equilibrio tiende a romperse. Diversas causas, entre ellas los progresos de la técnica, el crecimiento de las poblaciones, la extensión de las comunicaciones, incrementan las fuerzas productivas. Estas entran en contraste con los modos tradicionales, tienden a romper el cerco y cuando lo consiguen tiene lugar una revolución: la comunidad se organiza con nuevas relaciones económicas, sociales y jurídicas; modos nuevos toman el puesto de los antiguos.
El método dialéctico marxista encuentra, aplica y confirma sus soluciones a escala de los grandes fenómenos colectivos con el método científico y experimental (el mismo método que los pensadores de la época burguesa aplicaron al mundo natural con una lucha que era el reflejo de la lucha social revolucionaria contra los regímenes teocráticos y absolutistas, pero que no podían osar impulsar en el campo social). Este deduce de los resultados adquiridos en este campo las soluciones al problema del comportamiento del individuo, mientras que, por el contrario todas las escuelas adversarias, religiosas, jurídicas, filosóficas, económicas, proceden en sentido inverso. Es decir, construyen las normas del comportamiento colectivo sobre la base inconsistente del mito del individuo, ya sea este presentado como alma personal inmortal, como sujeto de derecho o Ciudadano, ya sea estudiado como mónada inmutable de la praxis económica, y así continuamente (hoy que la ciencia física ha proseguido más allá de su fecundísima hipótesis de los individuos materiales, indivisibles, los átomos, los ha definido como ricos complejos y los ha reducido no tanto a ulteriores mónadas-tipo incorruptibles, cuanto a puntos de encuentro de toda la dinámica radiante de los campos energéticos exteriores, de forma que esquemáticamente se puede decir que no es el cosmos función de los unos, sino que cualquier uno es función de todo el cosmos).
Quien cree en el individuo y habla de personalidad, de dignidad, de libertad, de responsabilidad del hombre o del ciudadano no debe tener nada que ver con el pensamiento marxista. Los hombres no son puestos en movimiento por opiniones o confesiones, o por fenómenos del llamado pensamiento, en los que se inspiran su voluntad y su acción. Son inducidos a moverse por sus necesidades, que toman el carácter de intereses cuando la misma exigencia material acucia paralelamente a grupos enteros. Se topan con las limitaciones que el ambiente y la estructura social ponen a la satisfacción de tales exigencias. Y reaccionan individual o colectivamente, en un sentido que normalmente está necesariamente determinado, antes de que el juego de los estímulos y de las reacciones haya hecho nacer en su cabeza los reflejos que se llaman sentimientos, juicios, pensamientos.
Obviamente el fenómeno es de extrema complejidad y puede, en casos particulares ir en contrasentido a la ley general que está sin embargo justificado establecer.
De todas formas no tiene derecho a llamarse marxista quien hace intervenir como causa motriz en el desarrollo de los hechos sociales e históricos a la conciencia individual, a los principios morales, a la opinión, y a la decisión del individuo o del ciudadano.
El contraste entre las fuerzas productivas y las formas sociales se manifiesta como lucha entre las clases que tienen intereses económicos opuestos, esta lucha en su fase culminante se transforma en contienda armada por la conquista del poder político.
Clase, en sentido marxista, no es una fría constatación estadística, sino una fuerza orgánica operante, y aparece cuando la simple concomitancia de condiciones económicas y de intereses desemboca en una acción y en una lucha común.
En estas situaciones, el movimiento es conducido por agrupaciones y organismos de vanguardia, de los que su forma desarrollada y moderna es el partido político de clase. La colectividad cuya acción culmina en la de un partido se mueve en la historia con una eficiencia y una dinámica real inalcanzables en el marco restringido de la acción individual.
Es el partido el que llega a tener una conciencia teórica del desarrollo de los acontecimientos y una consiguiente influencia sobre su devenir en el sentido dispuesto por la determinación de las fuerzas productivas y por las relaciones entre ellas.
Al final de una presentación de principios y directrices, la cual, a pesar de la tremenda dificultad y complejidad de las cuestiones, no puede hacerse sin recurrir a esquemas simplificativos, se observan tres tipos históricos de movimientos políticos en los que podemos clasificar a todos los demás. Conformistas son aquellos movimientos que combaten para conservar íntegras las formas y las instituciones vigentes, prohibiendo toda transformación y reivindicándose a principios inmutables, ya sean presentados estos bajo una vestimenta religiosa, filosófica, o jurídica.
Reformistas son los movimientos que, aun no pidiendo el sucumbir brusco y violento de las instituciones tradicionales, advierten que las fuerzas productivas pujan demasiado fuerte y propugnan modificaciones graduales y parciales del orden vigente.
Revolucionarios (y adoptaremos el término provisional de antiformistas) son los movimientos que proclaman y ejecutan el asalto de las viejas formas, y que aun antes de saber teorizar los caracteres del nuevo orden, tienden a romper el antiguo provocando el nacimiento irresistible de formas nuevas.
Conformismo. Reformismo. Antiformismo.
Toda esquematización presenta peligros de error. Se puede uno preguntar si la dialéctica marxista no conduce a su vez a construir un artificioso modelo general de las vicisitudes históricas, reduciendo todo el desarrollo a una sucesión en el dominio de clases que nacen revolucionarias, viven reformistas y acaban conservadoras. El sugestivo final puesto a tal vicisitud por la llegada de la sociedad sin clases, por medio de la clase proletaria y su victoria revolucionaria, (la conocida salida de la prehistoria humana de Marx) puede parecer una construcción finalista y por lo tanto metafísica como aquellas de las falaces ideologías del pasado. Hegel como precisamente denunció Marx, redujo su sistema dialéctico a una construcción absoluta, recayendo inconscientemente en la metafísica que había superado en la parte demoledora de su crítica (reflejo filosófico de la lucha revolucionaria burguesa).
Con ello Hegel, coronando la filosofía clásica del idealismo alemán y del pensamiento burgués, colocaba la tesis absurda de que la historia de la acción y del pensamiento debía pararse cristalizada en su perfecto sistema, en la conquista de lo Absoluto. Similar punto estático de llegada es eliminado por la dialéctica marxista.
Sin embargo, Engels, en su clásica presentación del socialismo científico (contrapuesto al utopismo que confiaba la renovación social a la propaganda por la adopción de un proyecto de sociedad mejor propuesto por un autor o una secta) parecería admitir una regla o ley general del movimiento histórico cuando usa expresiones como estas: hay un movimiento hacia adelante; el mundo camina. Estas vigorosas fórmulas de propaganda no deben hacer creer que se haya encontrado una receta en la que se puedan encerrar todos los infinitos desarrollos del devenir de la sociedad humana, receta que ocupe el puesto de las acostumbradas abstracciones burguesas de evolución, civilización, progreso y similares.
El maravilloso beneficio del arma dialéctica de investigación es también esencialmente revolucionario; se expresa en la implacable destrucción de los innumerables sistemas teóricos que alternativamente revisten los aparatos de dominio de las clases privilegiadas. Este cementerio de ídolos caídos, no debemos sustituirlo con un nuevo mito, un nuevo credo, un nuevo verbo; sino solo con las expresiones realistas de una serie de relaciones entre las condiciones reales y sus mejores desarrollos calculables.
Para dar un ejemplo de ello, la correcta formulación marxista no es: un día el proletariado tomará el poder político, destruirá el sistema social capitalista y construirá la economía comunista; la correcta es, por el contrario: solo mediante su organización en clase, o sea en partido político, y mediante la instauración armada de su dictadura, el proletariado podrá destruir el poder y la economía capitalista, y hacer posible una economía no capitalista y no mercantil.
Científicamente no podemos excluir un final distinto para la sociedad capitalista, como podría ser el retorno a la barbarie, una catástrofe mundial provocada por medios bélicos que tuviera, por ejemplo, el carácter de una degeneración patológica de la raza (los ciegos y los condenados a la disolución radioactiva de sus tejidos por las bombas de Hirosima y Nagasaki nos advierten de ello) u otra no deducible de los datos conocidos actualmente.
El movimiento revolucionario comunista de esta convulsa época se debe caracterizar no solo por la demolición teórica de todo conformismo y de todo reformismo del mundo contemporáneo, sino también por la posición práctica y como suele decirse, táctica, que afirma que no hay ya camino alguno que recorrer conjuntamente con ningún movimiento, ya sea conformista o reformista, ni siquiera en sectores y tiempos limitados.
Sobre todo, éste se debe fundar en la adquisición histórica irrevocable de que el capitalismo burgués ha agotado ya todo empuje antiformista, o sea, no tiene ya tarea histórica alguna de demolición de formas precapitalistas o de resistencia a las amenazas de retorno de estas.
Con esto no se niega que, mientras las potentes fuerzas del devenir capitalista, que han acelerado a ritmo inaudito la transformación del mundo, actuaban sobre tales relaciones, el movimiento de la clase proletaria pudiese y debiese, dialécticamente, condenarlas como doctrina y apoyarlas en la acción.
Una diferencia esencial entre el método metafísico y el dialéctico en la historia se basa en esto.
Todo tipo de institución o de ordenamiento social o político no es por sí mismo bueno o malo, aceptable o rechazable, conforme a un examen de sus características basado en canones y principios generales.
Según la interpretación dialéctica de la historia, toda institución en situaciones sucesivas ha tenido tareas y efectos revolucionarios, progresivos, conservadores.
Se trata, para cada posición del problema, de poner en su sitio las fuerzas productivas y los factores sociales, deduciendo de estos el sentido del conflicto político que expresan.
Es metafísico declararse por principio autoritario o libertario, monárquico o republicano, aristócrata o demócrata y acudir en la polémica a canones puestos fuera de la coyuntura histórica. Ya el viejo Platón, en la primera tentativa sistemática de ciencia política supera el absolutismo místico de los principios, y le sigue Aristóteles distinguiendo entre los tres tipos — poder de uno, de pocos, de muchos — las formas buenas y las malas: monarquía y tiranía — aristocracia y oligarquía — democracia y demagogia.
El análisis moderno, sobre todo después de Marx, va mucho más a fondo.
En la actual fase histórica, la casi totalidad de las enunciaciones y de las propagandas políticas, utiliza los peores motivos tradicionales de todas las supersticiones religiosas, jurídicas o filosóficas.
A este caos de ideas, proyección en la cabeza de los hombres contemporáneos del caos de las relaciones de intereses de una sociedad que se descompone, es contrapuesto el análisis dialéctico de las relaciones de las fuerzas reales hoy en juego.
Para introducir éste, se requiere una análoga valoración de las épocas históricas precedentes y de sus consabidas relaciones particulares.
Comenzando por las formas económicas, no tiene sentido alguno el ser partidario de manera general de una economía común o privada, librecambista o monopolista, individual o colectiva, y ensalzar los méritos de cualquier sistema con alabanzas acerca del bienestar general; actuando así se caería en la utopía que es la exacta contraposición a la dialéctica marxista.
Es conocido en Engels el clásico ejemplo del comunismo como "negación de la negación". Las primeras formas de producción humana fueron comunistas, después surgió la propiedad privada que representó un sistema mucho más complejo y eficiente. De ésta, la sociedad humana retorna al comunismo. Este comunismo moderno sería irrealizable si el comunismo inicial no hubiese sido superado, derrotado y destruido por el sistema de la propiedad privada. El marxista considera una ventaja y no un daño este traspaso inicial. Esto que se dice del comunismo se puede decir de todas las otras formas económicas como el esclavismo, la servidumbre de la gleba, el capitalismo manufacturero, industrial, monopolista y así sucesivamente.
La economía mercantil, por la cual los objetos susceptibles de satisfacer las necesidades humanas dejaron, al salir de la barbarie, de ser directamente adquiridos y consumidos por el ocupante o por el primitivo productor y devinieron susceptibles de ser cambiados, primero entre ellos, bajo la forma del trueque y a continuación con un equivalente común monetario, constituyó con su aparición histórica una grandiosa revolución social.
Se hizo posible así el reparto de los distintos hombres en distintos trabajos productivos, ampliando y diferenciando enormemente los caracteres de la vida social. Se puede al mismo tiempo reconocer este traspaso y afirmar que tras una serie de tipos de organización económica, todos basados en el común principio mercantil (esclavismo, feudalismo, capitalismo, etc.), se tiende hoy hacia una economía no mercantil y que la tesis que afirma que la producción sería imposible fuera del mecanismo del intercambio monetario de las mercancías es hoy una tesis conformista y reaccionaria.
La abolición del mercantilismo se puede sostener hoy y solamente hoy, por cuanto el desarrollo del trabajo asociado y la concentración de las fuerzas productivas que el capitalismo, última de las economías mercantiles, ha procurado, hace posible romper los límites por los cuales todos los bienes de uso circulan como mercancías y el mismo trabajo humano es tratado como una mercancía.
Un siglo antes de este estadio, hubiera sido pura locura una crítica del sistema mercantilista basada en razonamientos generales de fondo filosófico, jurídico y moral.
Los diversos tipos de grupos sociales sucesivamente aparecidos, a través de los cuales la vida colectiva se ha diferenciado del primitivo individualismo animal, recorriendo un inmenso ciclo que ha complicado cada vez más las relaciones en las que vive y se mueve el individuo, no pueden — tomadas individualmente — ser juzgadas favorable o desfavorablemente, sino que deben ser consideradas en relación a la sucesión y al desarrollo histórico que les ha dado una función mutable en las sucesivas transformaciones y revoluciones.
Cada una de estas instituciones surge como una conquista revolucionaria, se desenvuelve y se reforma en largos ciclos históricos, y finalmente deviene un obstáculo reaccionario y conformista.
La institución de la familia aparece como primera forma social cuando en la especie humana el lazo entre los progenitores y la prole va mucho más allá que en la época en la que existe por necesidad fisiológica. Nace la primera forma de autoridad, que la madre y después el padre ejercitan sobre los descendientes, incluso cuando estos son individuos físicamente completos y fuertes. Estamos también aquí en presencia de una revolución, ya que aparece la primera posibilidad de una organización de vida colectiva y se establece la base de los ulteriores desarrollos que conducirán a las primeras formas de sociedad organizada y de Estado.
En largas y sucesivas fases se vuelve cada vez más compleja la vida social, el interés y la autoridad de un hombre sobre el otro se extiende más allá de los límites del parentesco y de la sangre. El nuevo y más vasto grupo contiene y disciplina a la institución de la familia, como sucedió en las primitivas ciudades, en los estados, en los regímenes aristocráticos y después en el régimen burgués, todos ellos fundados en la institución-fetiche de la herencia.
Cuando se impone la exigencia de una economía que supere el juego de los intereses individuales, la institución de la familia, con sus límites demasiado angostos, llega a ser un obstáculo y un elemento reaccionario en la sociedad.
Por tanto, sin haberle negado su función, los comunistas modernos, tras advertir que ya el sistema capitalista ha deformado y desvencijado la cacareada "santidad" de esta institución, la combaten abiertamente y se proponen suprimirla.
Las diversas formas de estado como monarquía y república, se suceden a través de la historia de forma complicada y pueden haber representado, ambas, energías revolucionarias, progresivas o conservadoras en las distintas situaciones históricas. Aun pudiéndose admitir de manera general que probablemente antes de su caída el régimen capitalista llegará a liquidar los regímenes dinásticos que hoy sobreviven, tampoco en esta cuestión se puede juzgar como algo absoluto el que estén fuera del espacio y del tiempo.
Las primeras monarquías surgieron como expresión política de la división de las funciones materiales; ciertos elementos del grupo de familias o tribus primitivas asumieron — mientras los otros se ocupaban de la caza, la pesca, la agricultura, o del primer artesanado — la defensa con las armas contra otros grupos o pueblos, o también la rapiña armada de los bienes de estos últimos, y los primeros reyes y guerreros fundaron sobre mayores riesgos el privilegio del poder. Se trata también aquí de la llegada de formas más desarrolladas y complejas, que de otro modo eran imposibles, y por tanto, de una de las vías que condujeron a una revolución en las relaciones sociales. En fases sucesivas la institución monárquica hizo posible la constitución y el desarrollo de vastas organizaciones estatales nacionales contra el federalismo de sátrapas y señorones, y tuvo una función innovadora y reformadora. Dante es el gran reformista monárquico en la apertura de la edad moderna. Más recientemente, la monarquía se ha prestado en muchos países — aunque no menos se ha prestado la república — a revestir las formas más cerradas del poder de clase de la burguesía.
Pueden haber existido movimientos y partidos republicanos con carácter revolucionario, otros, con carácter reformista, y otros, con carácter netamente conservador.
Para que quede más claro emplearemos ejemplos accesibles y simplificados: así, fue revolucionario Bruto "que mató a Tarquino", fueron reformistas los Gracos, que intentaron dar a la república aristocrática un contenido conforme a los intereses de la plebe, y fueron conformistas y reaccionarios los republicanos tradicionales como Catón y Cicerón que contrastaron el grandioso desarrollo histórico constituido por la expansión del imperio romano y de sus formas jurídicas y sociales en el mundo. La cuestión se falsea por completo cuando se recurre a tópicos sobre el cesarismo, la tiranía o, en el lado opuesto, sobre los sagrados principios de las libertades republicanas y similares motivos retórico-literarios.
Entre los ejemplos modernos basta considerar como modelos antiformista, reformista y conformista las tres repúblicas francesas, la de 1793, la de 1848 y la de 1871.
Los reflejos de las crisis de las formas económicas se dan, no solo en las instituciones sociales y políticas, sino también en las creencias religiosas y en las opiniones filosóficas.
Toda posición jurídica, confesional o filosófica es considerada en relación a las situaciones históricas y a las crisis sociales y ha sido según las ocasiones, bandera revolucionaria, progresiva o conformista.
Antiformista y revolucionario por excelencia fue el movimiento que lleva el nombre de Cristo.
La afirmación de que en todos los hombres hay un alma de origen divino y destinada a la inmortalidad, cualquiera que sea su posición social o de casta, era el equivalente del surgir revolucionario contra las formas opresivas y esclavistas del antiguo Oriente. Mientras la ley admite que la persona humana puede ser considerada como una mercancía, objeto de compra-venta al igual que un animal, y por lo tanto, todas las prerrogativas jurídicas de hombres libres y ciudadanos son monopolio de una sola clase, la afirmación de la igualdad de los creyentes era una consigna de batalla que chocaba implacablemente contra la resistencia de los ordenamientos teocráticos de los judíos, aristócratas y militares de otros estados de la antigüedad.
Tras largas fases históricas y después de la abolición del esclavismo, el cristianismo deviene religión oficial y sostén del estado. Más tarde vive su ciclo reformista en la Europa de la edad moderna como expresión de una lucha contra la excesiva adhesión de la Iglesia a los estratos sociales más privilegiados y opresivos.
Hoy no puede haber ideología más conformista que la cristiana, que ya en la época de la revolución burguesa fue la más potente arma organizativa y doctrinal para la resistencia de los viejos regímenes.
Hoy, el potente entramado eclesiástico y la sugestión religiosa, reconciliados y concordados oficialmente por doquier con el sistema capitalista, están empeñados en la defensa fundamental contra la amenaza de la revolución proletaria.
En las relaciones sociales de hoy, siendo ya una vieja conquista la que hace de cada individuo una empresa económica con la posibilidad teórica de tener un activo y un pasivo, la superstición que traza en torno a cada individuo un círculo cerrado con el balance moral de todas sus acciones y lo proyecta en la ilusión de una vida de ultratumba, no es más que la proyección en el cerebro de los hombres del carácter burgués mismo de la presente sociedad, fundada sobre la economía privada.
No es posible conducir una lucha para romper los límites de una economía de empresas privadas y de balances individuales, sin tomar de manera abierta una posición antirreligiosa y anticristiana.
La burguesía capitalista moderna ha presentado ya en los principales países tres fases históricas características.
La burguesía aparece como clase abiertamente revolucionaria y conduce una lucha armada para romper las formas del absolutismo feudal y clerical, vínculos que atan a las fuerzas trabajadoras de los campesinos a la tierra y a las de los artesanos al corporativismo medieval.
La exigencia de la liberación de estos vínculos coincide con la del desarrollo de las fuerzas productivas que, con los recursos de la técnica moderna tienden a concentrar a los trabajadores en grandes masas.
Para dar un libre desarrollo a estas nuevas fuerzas económicas es preciso abatir por la fuerza los regímenes tradicionales.
La clase burguesa no solo conduce la lucha insurreccional, sino que lleva a cabo tras la primera victoria una férrea dictadura para impedir la revancha de monárquicos, feudatarios y jerarquías eclesiásticas.
La clase capitalista aparece en la historia como una fuerza antiformista y sus energías imponentes la conducen a romper todos los obstáculos, materiales e ideales; sus pensadores subvierten los antiguos canones y las antiguas creencias de la manera más radical.
Las teorías de la autoridad por derecho divino se sustituyen por las de igualdad y libertad políticas, por las de soberanía popular, y se proclama la exigencia de instituciones representativas, pretendiendo que gracias a estas, el poder sea expresado por la voluntad colectiva libremente manifestada.
El principio liberal y democrático en esta fase aparece como netamente revolucionario y antiformista, tanto más cuanto que este no es realizado por vías pacíficas y legalistas, sino que triunfa a través de la violencia y del terror revolucionario y es defendido de retornos restauradores con la dictadura de la clase vencedora.
En la segunda fase, ya estabilizado el sistema capitalista, la burguesía se proclama exponente del mejor desarrollo y del bienestar de toda la colectividad social y recorre una fase relativamente tranquila de desarrollo de las fuerzas productivas, de conquista con su propio método de todo el mundo habitado, de intensificación de todo el ritmo económico. Esta es la fase progresiva y reformista del ciclo capitalista.
El mecanismo democrático-parlamentario en esta segunda fase burguesa vive paralelamente a la dirección reformista, interesando a la clase dominante hacer aparecer su propio orden como susceptible de desarrollar y manifestar los intereses y las reivindicaciones de las clases trabajadoras. Sus gobernantes afirman que estos se pueden satisfacer con medidas económicas y legislativas que, sin embargo, dejen subsistir los fundamentos jurídicos del sistema burgués. Parlamentarismo y democracia no tienen ya el carácter de consignas revolucionarias, sino que asumen un contenido reformista que asegura el desarrollo del sistema capitalista, eliminando choques violentos y explosiones de la lucha de clase.
La tercera fase es la del moderno imperialismo, caracterizado por la concentración monopolista de la economía, por el surgimiento de los truts y sindicatos capitalistas, por las grandes planificaciones dirigidas por los centros estatales. La economía burguesa se transforma y pierde los caracteres del liberalismo clásico, según el cual cada propietario de empresa era autónomo en sus decisiones económicas y en sus relaciones de intercambio. Interviene una disciplina cada vez más estricta de la producción y de la distribución; los índices económicos no resultan ya del libre juego de la concurrencia, sino de la influencia de asociaciones entre capitalistas en un principio, de órganos de concentración bancaria y financiera después, y al final, directamente del estado. El Estado político que en la acepción marxista era el comité de intereses de la clase burguesa y los tutelaba como órgano de gobierno y de policía, se vuelve cada vez más un órgano de control y directamente de gestión de la economía.
Esta concentración de atribuciones económicas en manos del estado puede ser interpretada como un paso de la economía privada a la economía colectiva solo si se ignora voluntariamente que el estado contemporáneo expresa únicamente los intereses de una minoría y que toda nacionalización que se desenvuelve en los límites de las formas mercantiles, conduce a una concentración capitalista que refuerza en vez de debilitar el carácter capitalista de la economía. El desarrollo político de los partidos de la clase burguesa en esta fase contemporánea, como fue claramente establecido por Lenin en la crítica del imperialismo moderno, conduce a formas de opresión más estrecha, y sus manifestaciones se han dado con la llegada de los regímenes que se han definido totalitarios o fascistas. Estos regímenes constituyen el tipo político más moderno de la sociedad burguesa y van difundiéndose a través de un proceso que llegará a ser cada vez más claro en todo el mundo. Un aspecto concomitante de esta concentración política consiste en el absoluto predominio de pocos y grandísimos estados en detrimento de la autonomía de los estados medios y menores.
La llegada de esta tercera fase capitalista no puede ser confundida con un retorno de instituciones y formas precapitalistas, ya que ésta se acompaña de un incremento vertiginoso de la dinámica industrial y financiera, desconocido cualitativa y cuantitativamente para el mundo preburgués. El capitalismo repudia de hecho el aparato democrático y representativo y constituye centros de gobierno absolutamente despóticos. En algunos países, este ha teorizado y proclamado ya la constitución del partido único totalitario y la centralización jerárquica; en otros, continúa haciendo uso de consignas democráticas, hoy ya vacías de contenido, pero procede inexorablemente en el mismo sentido.
La posición esencial de una exacta valoración del proceso histórico contemporáneo es ésta: la época del liberalismo y de la democracia ha concluido y las reivindicaciones democráticas que tuvieron en aquella época un carácter revolucionario, y después progresista y reformista, son hoy anacrónicas y típicamente conformistas.
En correspondencia con el ciclo del mundo capitalista, tenemos otro del movimiento proletario. Desde el inicio de la formación de un gran proletariado industrial se comienza a construir una crítica de las enunciaciones económicas, jurídicas y políticas burguesas y se teoriza el descubrimiento de que la clase burguesa no libera ni emancipa a la humanidad, sino que sustituye con su propio dominio de clase y su propia explotación, al de las otras clases que le precedieron. Sin embargo, los trabajadores en todos los países tienen que combatir junto a la burguesía para el derrocamiento de las instituciones feudales y no caer en las sugestiones de un socialismo reaccionario, que, ante el espectro del nuevo despiadado patrón capitalista, llama a los obreros a una alianza con las clases dirigentes monárquicas y terratenientes.
También en las luchas que los jóvenes regímenes capitalistas libran para rechazar los retornos reaccionarios, el proletariado no puede denegar su apoyo a la burguesía.
Un primer planteamiento de la estrategia de clase del naciente proletariado es la perspectiva de realizar movimientos anti-burgueses en el lance de la misma lucha insurreccional conducida junto a la burguesía, alcanzando de modo inmediato la liberación de la opresión feudal y de la explotación capitalista.
Una manifestación embrional la encontramos durante la gran revolución francesa con la Liga de los Iguales de Babeuf. Teóricamente el movimiento está completamente inmaduro, pero es significativa la lección histórica de la implacable represión que la burguesía jacobina victoriosa ejerce contra los obreros que habían combatido con ella y por sus intereses.
En la vigilia de la oleada revolucionaria burguesa y nacional del 1848 la teoría de la lucha de clase está ya madura y elaborada, estando ahora claras a escala europea y mundial las relaciones entre burgueses y proletarios.
Marx, en el Manifiesto, proyecta al mismo tiempo la alianza con la burguesía contra los partidos de la restauración monárquica del poder por parte de la clase obrera. También en esta fase histórica el esfuerzo de revuelta de los trabajadores es reprimido despiadadamente, pero se afirma que la doctrina y la estrategia de clase correspondientes a esta fase están sobre el claro camino histórico del método marxista.
Las mismas situaciones y las mismas valoraciones se daban en la grandiosa tentativa de la Comuna de París, con la que el proletariado francés, después de derrocar a Bonaparte y asegurar la victoria a la república burguesa, intenta una vez más la conquista del poder y ofrece, aunque sea por pocos meses, el primer ejemplo histórico del gobierno de clase.
El significado más sugestivo de este desarrollo se halla en la incondicional alianza antiproletaria de los demócratas burgueses con los conservadores y con el mismo ejército prusiano vencedor para asesinar el primer intento de dictadura del proletariado.
En la segunda fase, en la que el reformismo en el cuadro de la economía burguesa se acompaña con el más amplio empleo de los sistemas representativos y parlamentarios, se plantea para el proletariado una alternativa de alcance histórico.
En el aspecto teórico surge el interrogante interpretativo de la doctrina revolucionaria construida como una crítica a las instituciones burguesas y a toda su defensa ideológica: ¿la caída del dominio de clase capitalista y la sustitución de éste por un nuevo orden económico tendrá lugar a través de un choque violento, o podrá alcanzarse con graduales transformaciones y con la utilización del mecanismo legalista parlamentario?
En el aspecto práctico surge el interrogante de si el partido de la clase proletaria debe o no asociarse, no ya con la burguesía contra las fuerzas de los regímenes precapitalistas, ahora ya desaparecidos, sino con una parte avanzada y progresiva de la burguesía misma, con mayor disposición a reformar los ordenamientos.
En el intermedio idílico del mundo capitalista (1871-1914) se desarrollan las corrientes revisionistas del marxismo, del que se falsifican las directrices y los textos fundamentales, y se construye una nueva estrategia según la cual las grandes organizaciones económicas y políticas de la clase obrera penetran y conquistan las instituciones por medios legales, preparando una gradual transformación de todo el engranaje económico.
Las polémicas que acompañan a esta fase dividen al movimiento obrero en tendencias opuestas; a pesar de que no se plantea en general el programa del asalto insurreccional para destruir el poder burgués, los marxistas de izquierda resisten vigorosamente a los excesos de la táctica colaboracionista en el plano sindical y parlamentario, al propósito de sostener gobiernos burgueses y de hacer participar a los partidos socialistas en coaliciones ministeriales.
Es en este punto cuando se abre la gravísima crisis del movimiento socialista mundial, determinada por el estallido de la guerra de 1914 y por el paso de gran parte de los jefes sindicales y parlamentarios a la política de colaboración nacional y de adhesión a la guerra.
En la tercera fase, el capitalismo — por la necesidad de continuar desarrollando la masa de las fuerzas productivas y al mismo tiempo evitar que estas rompan el equilibrio de sus ordenamientos — se ve obligado a renunciar a los métodos liberales y democráticos, conduciendo al unísono a la concentración en potentísimos aglomerados estatales tanto de dominio político como de estrecho control de la vida ecote;mica. También en esta fase se presentan ante el movimiento obrero dos alternativas.
En el campo teórico es necesario afirmar que estas formas más estrictas del dominio de clase del capitalismo constituyen la necesaria fase más evolucionada y moderna que éste recorrerá para llegar al final de su ciclo y agotar sus posibilidades históricas. Estas no son un transitorio agravamiento de métodos políticos y de policía, tras el cual se pueda y se deba retornar a las formas de pretendida tolerancia liberal.
En el campo táctico, el interrogante de si el proletariado deba iniciar una lucha para reconducir al capitalismo a sus concesiones liberales y democráticas es falso e ilusorio, no siendo ya necesario el clima de la democracia política para el ulterior incremento de las energías productivas capitalistas, indispensable premisa para la economía socialista.
Tal interrogante, en la primera fase revolucionaria burguesa, no solo estaba planteado por la historia sino que se resolvía en una concomitancia en la lucha de las fuerzas del tercer y cuarto estado, y la alianza entre las dos clases era una etapa indispensable en el camino hacia el socialismo.
En la segunda fase, el interrogante de una acción concomitante entre democracia reformista y partidos obreros socialistas estaba planteado legítimamente, y aunque la historia ha dado la razón a la solución negativa sostenida por la izquierda marxista revolucionaria contra la de la derecha revisionista y reformista, ésta, antes de las fatales degeneraciones de 1914-18, no podía ser definida como un movimiento conformista. Esta creía plausible, en efecto, un giro lento de la rueda de la historia. Aún no intentaba girarla hacia atrás. Sea reconocido esto a los Bebel, a los Jaurés, a los Turati.
En la fase actual, la del más ávido imperialismo y la de las feroces guerras mundiales, el interrogante de una acción paralela entre la clase proletaria socialista y la democracia burguesa no se presenta ya históricamente; sostener una respuesta afirmativa no representa ya una alternativa, una versión, una tendencia del movimiento obrero, sino que esconde el paso total al conformismo conservador.
La única alternativa que se puede presentar y resolver ha llegado a ser otra. Dado que el desarrollo del mundo y del régimen capitalista se desenvuelve en sentido centralista, totalitario y «fascista», ¿debe el movimiento proletario aliar sus fuerzas con este movimiento que se ha transformado en el único aspecto reformista del orden y del dominio burgués? ¿Se puede esperar que el surgimiento del socialismo se inserte en este inexorable avance del estatalismo capitalista, ayudándolo a dispersar las últimas resistencias retrógradas de librecambistas y liberales, burgueses conformistas de primera clase?
¿O bien el movimiento proletario, duramente golpeado y disperso por no haber podido, en la fase de las dos guerras mundiales, realizar su autonomía en la práctica de la colaboración de clase debe reconstituirse fuera de este método, fuera de la ilusión de estar representado en pacíficas instituciones burguesas penetrables con medios legales o más vulnerables al asalto de las masas (dos formas, estas, igualmente peligrosas del derrotismo de todo movimiento revolucionario)?
El método dialéctico marxista conduce a la conclusión negativa de la cuestión de la alianza con las nuevas y modernas fuerzas burguesas centralizadoras, por las razones que históricamente se desprenden de aquellas mismas que conducían ayer a combatir la alianza con el reformismo de la fase democrática y pacifista.
El capitalismo, premisa dialéctica del socialismo, no tiene ya necesidad de ser ayudado a nacer (afirmando su dictadura revolucionaria) ni a crecer (en su sistematización liberal y democrática).
Éste concentra inevitablemente en la fase moderna su patrimonio económico y su fuerza política en unidades monstruosas.
Su transformismo y su reformismo aseguran su desarrollo y defienden su conservación al mismo tiempo.
El movimiento de la clase obrera no sucumbirá a su dominio únicamente si se sitúa fuera del terreno de la ayuda a las aún necesarias evoluciones del devenir capitalista, reorganizando sus fuerzas fuera de estas perspectivas superadas, sacudiéndose de encima el peso de las tradiciones del viejo método, denunciando — ya con una fase histórica entera de retraso — su concordato táctico con cualquier forma de reformismo.
Al término de la primera guerra mundial toma actualidad el más relevante problema de la historia contemporánea: la crisis del régimen zarista ruso, superviviente estructura estatal feudal en pleno desarrollo capitalista.
La posición de la izquierda marxista (Lenin, bolcheviques) estaba establecida ya desde hacía decenios en la perspectiva estratégica de conducir el combate por la dictadura proletaria contemporaneamente al de todas las fuerzas antiabsolutistas por el derrocamiento del imperio feudal.
La guerra hizo posible la realización de este grandioso plan y permitió concentrar en el aceleradísimo ciclo de nueve meses el traspaso del poder de la dinastía, la aristocracia y el clero, a través de un paréntesis de gobiernos formados por partidos burgueses democráticos, a la dictadura del proletariado.
Las cuestiones y encuadramientos mundiales relativos a la lucha de clase, a la guerra por el poder y a la estrategia de la revolución obrera, recibieron un impulso potentísimo con este grandioso acontecimiento.
En un breve ciclo, la estrategia y la táctica del partido proletario vivieron todas las fases: lucha junto a la burguesía contra el viejo régimen; lucha contra la burguesía cuando, ya hundido el estado feudal, ésta trata de construir el suyo propio; ruptura y lucha contra todos los partidos reformistas y gradualistas del mismo movimiento obrero llegando al monopolio exclusivo del poder por parte de la clase trabajadora y del partido comunista. Los reflejos históricos sobre el movimiento obrero tuvieron el carácter de una derrota clamorosa para las tendencias revisionistas y colaboracionistas, y en todos los países los partidos proletarios fueron empujados a situarse en el terreno de la lucha armada por el poder.
Pero se tuvieron falsas interpretaciones y aplicaciones al trasladar la estrategia y la táctica rusas a los otros países, donde se quiso esperar un régimen kerenskiano alcanzado a través de una política de coalición para asestarle después por medio de una audaz conversión el golpe mortal.
Se olvidó así que aquella sucesión de movimientos estaba en íntima relación con el retardado nacimiento del estado político propio del capitalismo, el cual, por el contrario, existía con estabilidad desde hacía decenios o siglos en los otros países europeos, tanto más fuerte cuanto más evidente era su estructura jurídica democrático-parlamentaria.
No se vio que las alianzas en las batallas insurreccionales entre bolcheviques y no bolcheviques y también aquellas dirigidas a impedir algunas tentativas de retorno de la restauración feudal, eran el
último ejemplo posible a escala histórica de similares relaciones de fuerzas políticas; por ejemplo, la revolución proletaria de Alemania, hubiera recorrido la misma marcha táctica que la rusa si hubiese surgido — como esperaba Marx — de la crisis de 1848, mientras que en 1918-19 podía haber sido victoriosa solo si el partido revolucionario comunista hubiese tenido fuerzas suficientes como para superar el bloque de los kaiseristas, de los burgueses y de los socialdemócratas en el poder en la República de Weimar.
Cuando el primer ejemplo del tipo de gobierno totalitario burgués se dio en Italia con el fascismo, el fundamental falso planteamiento estratégico de dar al proletariado la consigna de la lucha por la libertad y por las garantías constitucionales en el seno de una coalición antifascista manifestó que el movimiento comunista internacional se desviaba totalmente de la justa estrategia revolucionaria. Confundir a Mussolini y a Hitler, reformadores del régimen capitalista en el sentido más moderno, con Kornilov o con las fuerzas de la restauración y de la Santa Alianza de 1815 fue el mayor y más ruinoso error de valoración, y señaló el abandono total del método revolucionario.
La fase imperialista, madura económicamente en todos los países modernos, en su forma política fascista apareció y aparecerá con una sucesión determinada por las contingentes relaciones de fuerza entre estado y estado y entre clase y clase en los distintos países del mundo.
Tal paso podía ser acogido una vez más como una ocasión para los asaltos revolucionarios del proletariado; pero, no en el sentido de encuadrar y dilapidar las fuerzas de su vanguardia comunista en el objetivo ilusorio de detener a la burguesía en su movimiento de abandono de las formas legales con la absurda reivindicación del restablecimiento de las garantías constitucionales y del sistema parlamentario, sino, por el contrario, aceptando la finalidad histórica de este instrumento de la opresión burguesa que invita a la lucha fuera de la legalidad para intentar destrozar todos los otros aparatos policiales, militares, burocráticos, jurídicos, del poder capitalista y de su estado.
El paso de los partidos comunistas a la estrategia del gran bloque antifascista, exasperado con las consignas de colaboración nacional en la guerra contra Alemania de 1939-45, de los movimientos partisanos, de los comités de liberación nacional hasta acabar en la vergüenza de la colaboración ministerial, ha señalado la segunda derrota desastrosa del movimiento revolucionario mundial.
Este no puede ser reconstituido en la teoría, en la organización y en la acción, sin situarlo fuera y contra aquella política que es común a los partidos socialistas y comunistas inspirados en Moscú. El nuevo movimiento se debe basar en directrices que sean la antítesis precisa de las consignas difundidas por esos movimientos oportunistas, cuyas posiciones — como queda claro a la luz de una crítica dialéctica — al mismo tiempo que son la divisa — de palabra — del movimiento mundial que se reivindica del antifascismo, se insertan en cambio plenamente — de hecho —, en el proceso de organización social en sentido fascista.
El nuevo movimiento revolucionario del proletariado, característico de la época imperialista y fascista, se basa en las siguientes directivas:
1) Negación de la perspectiva de que, tras la derrota de Italia, Alemania y Japón, se haya abierto una fase de retorno general a la democracia; afirmación por el contrario de que el final de la guerra se acompañó de una transformación en sentido y con método fascista del gobierno burgués en los estados vencedores, incluso y sobre todo si en estos participan partidos reformistas y laboristas. Rechazo a presentar como reivindicación de la clase proletaria el retorno — ilusorio — a las formas liberales.
2) Declaración de que el actual régimen ruso ha perdido los caracteres proletarios, paralelamente al abandono de la política revolucionaria por parte de la III Internacional. Una progresiva involución ha conducido a las formas económicas, sociales y políticas en Rusia a tomar de nuevo estructuras y caracteres burgueses. Este proceso no se juzga como un retroceso a formas pretorianas de tiranía autocrática y preburguesa sino como la consecución, a través de una vía histórica distinta, del mismo tipo de organización social moderna presentado por el capitalismo de estado en los países de régimen totalitario, y en los que las grandes planificaciones ofrecen la vía de imponentes desarrollos y dan un potencial imperialista elevado. Ante tal situación no se presenta, pues, la reivindicación del retorno de Rusia a las formas de democracia parlamentaria interna, en disolución en todos los países modernos, sino la del resurgir también en Rusia del partido revolucionario comunista totalitario.
3) Rechazo de toda invitación a la solidaridad nacional de las clases y de los partidos, reclamada ayer para derrocar a los llamados regímenes totalitarios y para combatir a los estados del Eje, hoy para la reconstrucción con práctica legalista del mundo capitalista arruinado por la guerra.
4) Rechazo de la maniobra y de la táctica del frente único, o sea, de la invitación a los falsos partidos socialistas y comunistas, los cuales no tienen ya nada de proletarios, a salir de la coalición gubernativa para crear la llamada unidad proletaria.
5) Lucha a fondo contra toda cruzada ideológica que tienda a movilizar en frentes patrióticos a la clase obrera de los diversos países en la posible nueva guerra imperialista, y les pida o bien batirse por una Rusia roja contra el capitalismo anglosajón, o bien apoyar la democracia de Occidente contra el totalitarismo estalinista en una guerra presentada como antifascista.
AMADEO BORDIGA

Prometeo nº1-JULIO DE 1947

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